Un Vengador en Jefe
Por Robert Fisk *
Lo más sorprendente fue la transparente audacia con la que nuestros líderes pensaron que podían nuevamente confundir a sus legisladores. Bienvenido sea el fin de la relación especial. Qué momento incómodo; no se lo puede describir de otra forma. Alguna vez Líbano, Siria y Egipto temblaban cuando Washington hablaba. Ahora se ríen. No sólo tiene que ver con lo que pasó con los estadistas del pasado. Nadie se creyó que Cameron fuera Churchill ni que ese hombre tonto en la Casa Blanca fuera Roosevelt, si bien Putin es un Stalin aceptable. Se trata más de una cuestión de credibilidad; nadie en Medio Oriente toma ya en serio a Estados Unidos.
Basta con haber visto a Obama el sábado pasado para darnos cuenta de por qué. Parloteó de la manera más racista sobre antiguas diferencias sectarias en Medio Oriente. ¿Desde cuándo un presidente de Estados Unidos es experto en esas supuestas diferencias sectarias? Constantemente nos muestran mapas del mundo árabe con zonas chiítas, sunnitas y cristianas pintadas de colores diferentes para enseñarnos las naciones de la región a las que nosotros generosamente impusimos una demarcación. ¿Pero cuándo un periódico estadounidense publicará un mapa de colores de Washington o Chicago con las zonas de población blanca y negra por calle?
Pero lo más descarado fue que nuestros líderes pensaran que nuevamente podían manipular a sus órganos legislativos con mentiras, tambores de guerra y aseveraciones absurdas.
Esto no significa que Siria no haya usado gas contra su propio pueblo, frase que solíamos aplicarle a Saddam cuando queríamos ir a la guerra contra Irak, pero sí demuestra que los líderes están ahora pagando el precio de la deshonestidad de Bush y Blair.
Obama, quien cada vez se asemeja más a un predicador, quiere ser el Castigador en Jefe del Mundo Occidental; el Vengador en Jefe. Hay algo en él que recuerda al imperio romano, y los romanos eran buenos para dos cosas: creían en la ley y en la crucifixión. La Constitución estadounidense, los valores estadounidenses y los misiles crucero tienen, más o menos, ese mismo enfoque. Las razas inferiores deben ser civilizadas y castigadas, aun cuando sus diminutos lanzamientos de misiles parecen más actos perniciosos que una verdadera guerra.
Todo aquel que estuviera fuera del imperio romano era llamado bárbaro; todo aquel que está fuera del imperio de Obama es llamado terrorista. Y como siempre, la visión global tiene la costumbre de borrar pequeños detalles de los que deberíamos estar al tanto.
Tomemos Afganistán, por ejemplo. Recibí una interesante llamada telefónica desde Kabul hace tres días; y parece que los norteamericanos le impiden al presidente Karzai adquirir nuevos helicópteros rusos Mi, porque Rusia vende esas mismas naves a Siria. ¿Qué les parece? Por lo visto, Estados Unidos ahora trata de dañar las relaciones comerciales entre Rusia y Afganistán. El porqué los afganos quieren hacer negocios con una nación que los esclavizó durante ocho años es otra cuestión, pero Estados Unidos relaciona el asunto con Damasco.
Ahora, otra pequeña noticia. Hace poco más de una semana dos enormes coches bomba estallaron afuera de dos mezquitas salafistas en la ciudad de Trípoli, al norte de Líbano. Murieron 47 personas y quedaron heridas otras 500. Ahora se descubre que cinco personas fueron acusadas por los servicios de seguridad libaneses de los atentados y se dice que una de ellas es el capitán del servicio de inteligencia del gobierno sirio.
A este oficial se le achacaron los cargos en ausencia, y quisiéramos pensar que hombres y mujeres son inocentes hasta que se compruebe su culpabilidad, pero dos jeques también fueron acusados y uno de ellos, aparentemente, es el jefe de una organización islamita pro Damasco. Se dice que el otro jeque también es cercano a la inteligencia siria. Obama está tan empeñado en bombardear Siria y tan indignado por los ataques con gas que pasó por alto esta información, que ha enfurecido a millones de libaneses.
Supongo que esto es lo que pasa cuando se pierde de vista la pelota.
Todo esto me recuerda un libro publicado en 2005 por la editorial de la Universidad de Yale, titulado El Nuevo León de Damasco, escrito por el profesor de la Universidad de Trinity, Texas, David Lesch. En esos tiempos, aún se consideraba que Bashar al Assad sería un líder reformista para Siria. Lesch concluyó que Bashar, en efecto, es la esperanza y la promesa de un futuro mejor.
El año pasado, cuando Occidente finalmente dejó de lado sus sueños sobre Bashar, el buen profesor publicó otro libro, también en Yale, y esta vez lo tituló La caída de la dinastía Assad, y en él la conclusión de Lesch es que Bashar resultó ser un miope y se engañó a sí mismo. Fracasó miserablemente.
Como bien dice el señor que me vende libros en Beirut, tenemos que esperar el próximo libro de Lesch, que probablemente se titulará: Assad ha vuelto, y bien podría durar más que Obama.
* De The Independent de Gran Bretaña. Especial para Página/12.
04/09/2013
01/03/2011
Página/12 :: El mundo :: Miles de refugiados egipcios en la frontera de Libia y Túnez
Miles de refugiados egipcios en la frontera de Libia y Túnez
Por Robert Fisk *
¡“Queremos al ejército egipcio!, ¿por que no está nuestro ejército aquí?”, gritaban miles de refugiados, pobres y enfermos que huyeron de la derrotada dictadura de Khadafi. Despotrican en el puesto fronterizo tunecino. Son personas de El Cairo y Alejandría y Sohag y Assiut y mil pueblos del Delta, todos con sus equipajes monstruosos, absurdos, con sobrepeso de ropa y sábanas baratas. Hay miles de egipcios, trabajadores rurales en Libia, que han salido hacia Túnez.
El ejército egipcio no puede venir a Túnez, por supuesto, para rescatar a decenas de miles de sus compatriotas que tratan de abrirse paso hacia la frontera. Sólo una fragata negra de la marina egipcia partió ayer, llevando a mil mujeres y niños a sus hogares a través de mares agitados y ventosos.
Pero la miseria en la frontera es peor que cualquier barco providencial. Cerca de siete u ocho mil personas –las cifras son tan imperfectas como incapaces de trasmitir tanto sufrimiento– se apretujaban hasta la última barrera libia y dentro de Túnez. Los libios los golpeaban y luego hacían lo mismo los jóvenes tunecinos, porque suponían que llegaban a desplazarlos de sus empleos en la cercana ciudad de Túnez. Los egipcios no estaban buscando trabajo, tampoco los miles de bangladesis sin embajada en Túnez, ni los chinos, ni los filipinos. Esta era la miseria de lo que una vez llamamos el Tercer Mundo, la miseria de los que llegan sin trabajo y sin techo empujados por un dictador de verdad del Tercer Mundo.
Un joven de la policía de seguridad tunecina, con una chaqueta de cuero negra y anteojos de sol y con un rifle Steyr, comenzó a gritarles a los periodistas. “¿Ven cuántos son? ¿Cómo puede hacerse cargo Túnez de todos estos miles?” Y los podíamos ver en el lado libio, empujando contra una pared de concreto, eclipsados por la estación aduanera de techo verde de Libia. Los oficiales del ejército tunecino maldecían a los policías por poner en evidencia la difícil situación de su propio país.
Pero también había muchos tunecinos amables. Llevaban en sus propios automóviles a los trabajadores rurales egipcios hacia un campo de refugiados recientemente instalado. Daban visas temporarias a aquellos que habían ido al aeropuerto de Jerba para volar a El Cairo y al puerto en Jerjes. Trajeron pan y agua y frazadas a la frontera.
Un funcionario de la Cancillería egipcia, con una remera blanca con una bandera egipcia cosida, nos dijo que había venido como voluntario para ayudar a su propio pueblo –algo que no se hubiera esperado bajo el corrupto viejo régimen de Mubarak– y él también elogió a los tunecinos.
Si cien mil refugiados han huido de Libia para Túnez y para Egipto mismo, ¿cómo evitar la máxima figura responsable, la del déspota de Trípoli, el que supuestamente le dio poder en su desgraciado Libro Verde al pueblo? “¡No hay democracia sin congresos y comités del Pueblo en todos lados!”, decía una de las frases sin sentido que leí en un poster en Trípoli la semana pasada. Entonces ¿qué pasaba con toda esa gente en Ras Jdir? Nada de congresos o comités para ellos. Sólo el duro camino a casa. Y sólo hubo una fragata con una capacidad para sólo mil almas. Sin embargo, la llegada a Jerjes desde Shalatein, con banderas egipcias y con elegantes marinos egipcios en fila sobre las cubiertas, de alguna manera recuperaba esta crisis del dolor y la destitución. Fue la primera operación militar egipcia desde el derrocamiento de Mubarak, y los marinos sabían que las cámaras del mundo los estaban enfocando. Subían a los niños a bordo, les daban la bienvenida a los ancianos que se apoyaban en bastones, ponían su brazo alrededor de tipos rudos del norte de Egipto.
En el sistema de altoparlantes del barco tocaban “Al-Helmel Arabi” –“El sueño árabe”, la vieja canción de la unidad árabe– mientras los ómnibus traían a cientos de migrantes trabajadores egipcios de la frontera, a 80 kilómetros de ahí. Hasta el periodista de la revista de la marina egipcia tomaba fotos de los campesinos de mediana edad y más ancianos, casi todos aferrados a sucias frazadas y bolsas baratas de plástico que contenían todas sus posesiones. Menos de dos décadas atrás, Khadafi echó a los trabajadores migrantes palestinos de Libia, un simulacro de este éxodo infinitamente mayor.
Pero ¿qué sucederá cuando estas apiñadas masas en la frontera tunecina vuelvan a casa? La economía de Egipto será afectada. También la de Bangladesh y Turquía. Pero ninguna como la de Libia misma, cuyos planes de construcción, las centrales eléctricas y las refinerías de petróleo y gas ahora están desactivados.
Cuatro barcos navales egipcios están camino a Túnez, un equipo más grande que el que mandaron los británicos y los estadounidenses para sus propios evacuados. Y ni siquiera así estos barcos podrán transportar la creciente multitud en la frontera.
* De The Independent de Gran Bretaña. Especial para Página/12
Traducción: Celita Doyhambéhère.
Página/12 :: El mundo :: Miles de refugiados egipcios en la frontera de Libia y Túnez
20/02/2011
Seculares sectarios, interesados
La ola democrática descoloca a todos, en particular a Estados Unidos, que no la vio venir. En la Babel de interpretaciones, se mezclan advertencias sobre el Islam en medio de movimientos seculares, errores de juicio y la duda sobre si es posible que, finalmente, haya una democracia árabe.
Por Robert Fisk *
Hosni Mubarak denunció que los islamistas estaban detrás de la revolución egipcia. Lo mismo dijo Ben Alí en Túnez. El rey Abdulá de Jordania ve una mano oscura y siniestra, la mano de Al Qaida, la de los Hermanos Musulmanes, una mano islamista, detrás de la insurrección que recorre al mundo árabe. Ayer las autoridades bahreiníes descubrieron que la mano ensangrentada de Hezbolá estaba detrás de los levantamientos chiítas. ¿Cómo es posible que hombres educados pero singularmente antidemocráticos puedan entender todo tan mal? Confrontados con una serie de explosiones seculares –Bahrein no está incluido en esta categoría– acusan a los radicales islámicos. El sha cometió un error idéntico pero al revés. Confrontado por un levantamiento obviamente islámico, él acusó a los comunistas.
Barack Obama y Hillary Clinton se las ingeniaron para dar una voltereta más rara. Habiendo apoyado originalmente a las “estables” dictaduras del Medio Oriente –cuando deberían haber estado del lado de las fuerzas democráticas–, se decidieron a avalar los reclamos de democracia civil en el mundo árabe justo cuando los árabes están tan desencantados con la hipocresía occidental que no quieren a los Estados Unidos de su lado. “Los norteamericanos interfirieron en nuestro país por 30 años durante la era Mubarak, apoyando a este régimen y armando a sus soldados”, me dijo la semana pasada un estudiante egipcio en la plaza Tahrir. “Ahora estaríamos agradecidos si dejaran de interferir de nuestro lado”, agregó. Al final de la semana escuché las mismas voces en Bahrein. “Nos están baleando con armas estadounidenses, que son disparadas por soldados entrenados por los estadounidenses y montados en tanques estadounidenses”, enumeró el viernes un médico. “¿Y ahora Obama quiere estar de nuestro lado?”, preguntó.
Los hechos de los últimos dos meses y el espíritu anti-régimen de la insurrección árabe –por dignidad y justicia, más que por un emirato islámico– quedarán en nuestros libros de historia por años. Y el fracaso de los más estrictos adherentes del Islam será discutido por décadas. Ayer hubo un especial interés por el último video de Al Qaida, grabado antes del derrocamiento de Mubarak, que enfatizaba la necesidad de que el Islam triunfara en Egipto. Sin embargo, una semana antes, las fuerzas seculares, nacionalistas y honorables de Egipto, los hombres y las mujeres musulmanes y cristianos, se habían liberado del viejo sin ninguna ayuda de Osama Bin Laden. Más rara todavía fue la reacción de Irán, cuyo líder supremo se autoconvenció de que la victoria popular egipcia era un triunfo del Islam. Da para pensar que sólo Irán, Al Qaida y sus más acérrimos enemigos, los dictadores árabes antiislámicos, creen que la religión estuvo detrás de las rebeliones masivas de los manifestantes pro democracia.
La más sangrienta ironía de todas –en la que fue cayendo Obama– fue que la República Islámica de Irán estaba alabando a los demócratas de Egipto mientras amenazaba con ejecutar a sus propios líderes democráticos opositores. Casi todos los millones de manifestantes árabes que quieren sacarse de encima la capa de la autocracia –con nuestra ayuda occidental– vivieron con miedo y humillación, y son musulmanes. Y los musulmanes, a diferencia del Occidente cristiano, no perdieron su fe. Abajo de las piedras y de las cachiporras de la policía asesina de Mubarak, ellos contraatacaron gritando “Alá akbar” en lo que era, para ellos, una “Jihad”, no una guerra religiosa pero sí una batalla por la justicia. “Dios es grande” y la demanda de justicia son concordantes. Para la lucha contra la injusticia, ése es el espíritu del Corán.
En Bahrein tenemos un caso especial. Acá una mayoría chiíta es dirigida por una monarquía sunnita. Siria, de hecho, sufriría de “bahreinitis” por la misma razón: una mayoría sunnita es gobernada por una minoría chiíta. Bueno, al menos el Occidente en su defensa en picada del rey Hamad de Bahrein puede aferrarse al hecho de que Bahrein, como Kuwait, tienen un Parlamento. Es una vieja y triste bestia, que existió entre 1973 y 1975 hasta que fue disuelto inconstitucionalmente y después reinventado en 2001 como un paquete de “reformas”. Pero el nuevo parlamento terminó siendo menos representativo que el primero. Los políticos de la oposición fueron acosados por la seguridad del Estado y fueron manipulados los márgenes parlamentarios para asegurarse de que la minoría sunita siga con el control del Parlamento. En 2006 y en 2010, por ejemplo, el más importante partido chiíta en Bahrein ganó sólo 18 de las 40 bancas. Muchos me dijeron que temen por sus vidas, que temen que las turbas chiítas les quemen sus casas y los maten.
Todo esto parece cambiar. El control del poder estatal tiene que ser legitimado para ser efectivo y las balas para aplastar protestas pacíficas estaban destinadas a terminar en una serie de domingos sangrientos en Bahrein. Una vez que los árabes aprendieron a perder su miedo, pueden reclamar los derechos civiles que los católicos demandaron alguna vez en Irlanda del Norte. Al final, los británicos tuvieron que destruir el liderazgo de los unionistas y traer al IRA a compartir el poder con los protestantes. Los paralelos no son exactos y los chiítas no tienen (aún) una milicia, a pesar de que el gobierno bahreiní mostró fotografías de pistolas y espadas para avalar su opinión de que entre sus opositores hay “terroristas”.
En Bahrein hay, no es necesario decirlo, una batalla sectaria y secular, algo que el príncipe reconoció inconscientemente cuando dijo que las fuerzas de seguridad debían suprimir las protestas para impedir la violencia sectaria. Es una visión mantenida salvajemente por Arabia Saudita, que tiene un fuerte interés en la eliminación del disenso en Bahrein. Se les podrían subir los humos a los chiítas de Arabia Saudita si ven que sus correligionarios de Bahrein arrasan el Estado. Entonces, escucharíamos alardear a los líderes de la chiíta República Islámica de Irán. Pero estas insurrecciones interconectadas no deberían ser vistas desde el simple marco del fermento en el Medio Oriente. El levantamiento yemení contra el presidente Saleh (que lleva 32 años en el poder) es democrático pero también tribal. Y no faltará mucho para que la oposición empuñe armas. Yemen es una sociedad armada, tribus con armas y nacionalismo endémico. Y después queda Libia.
Khadafi es tan raro, tan próspero, su dominio tan cruel (y él estuvo gobernando el lugar por 42 años), que es un Ozymandias esperando caer. Su cercanía con Berlusconi –y, peor aún, su amor empalagoso con Tonny Blair– no van a salvarlo. Adornado con más medallas que el general Eisenhower, desesperado por una operación que le levante la papada, este desgraciado está amenazando a su propia gente con castigos “terribles” por desafiar su régimen. Dos cosas para recordar acerca de Libia: como Yemen, es una tierra tribal y cuando se levantó contra sus fascistas colonos italianos, comenzó una salvaje guerra de liberación, cuyos valientes líderes enfrentaron la horca con un coraje increíble. Sólo porque Khadafi es un loco, no quiere decir que su gente sea idiota.
Entonces hay un cambio en el mundo político, social y cultural del Medio Oriente. Creará muchas tragedias, levantará muchas esperanzas y derramará demasiada sangre. Quizá sea mejor ignorar a todos los analistas y a sus think tanks, cuyos “expertos” idiotas dominan los canales satelitales. Si los checos pudieron tener su libertad, ¿por qué no los egipcios? Si los dictadores pueden ser derrocados en Europa –primero, los fascistas, después, los comunistas–, ¿por qué no pasaría lo mismo en el gran mundo árabe musulmán? Y –sólo por un momento– dejen a la religión fuera de esto.
* De The Independent de Gran Bretaña. Especial para Página/12.
19/02/2011
Bahren, por Robert Fisk, via Página12
Imágenes de una masacre en el reino de Bahrein
La insatisfacción llegó a los reinos petroleros y absolutistas, pero la respuesta fue tajante. El ejército de Bahrein tomó las calles y abrió fuego con armas de guerra contra los manifestantes pacíficos. Los sheiks de la región acordaron endurecer sus políticas.
Por Robert Fisk *
Desde Bahrein
“Masacre, es una masacre”, gritaban los médicos. Tres muertos. Cuatro muertos. Un hombre pasó frente a mí en una camilla en la sala de emergencias, la sangre chorreando en el piso de una herida de bala en el muslo. A pocos metros, seis enfermeros estaban luchando por la vida de un hombre pálido, barbudo, con sangre que le manaba del pecho. “Tengo que llevarlo al quirófano ahora”, gritaba un médico. “¡No hay tiempo, se está muriendo!”
Otros estaban todavía más cerca de la muerte. Un pobre joven –18, 19 años quizá– tenía una terrible herida en la cabeza, un agujero de bala en la pierna y sangre en el pecho. El médico a su lado se volvió hacia mí, las lágrimas cayendo sobre la bata manchada de sangre. “Tiene una bala fragmentada en su cerebro y no puedo sacarle los pedazos, los huesos de la izquierda de su cráneo están totalmente destrozados. Sus arterias están todas rotas. No lo puedo ayudar.” La sangre caía como cascada al suelo. Era penoso, vergonzoso e indignante. Estos no eran hombres armados sino los que acompañaban al cortejo y que volvían del funeral. Musulmanes chiítas, por supuesto, muertos por su propio ejército bahreiní en la tarde de ayer.
Un camillero estaba regresando con miles de otros hombres y mujeres del funeral en Daih de uno de los manifestantes muertos en la Plaza Pearl en las primeras horas del jueves. “Decidimos caminar al hospital porque sabíamos que había una manifestación. Algunos de nosotros llevábamos ramas como prendas de paz que les queríamos dar a los soldados cerca de la plaza, y estábamos gritando ‘paz, paz’. No fue una provocación –nada contra el gobierno–. Luego, de pronto, los soldados comenzaron a disparar. Uno estaba disparando una ametralladora desde un vehículo blindado. Había policías, pero se fueron cuando los soldados comenzaron a dispararnos. Pero, sabe, la gente en Bahrein cambió. No querían salir corriendo. Se enfrentaban a las balas con sus cuerpos.”
La manifestación en el hospital ya había atraído a miles de manifestantes chiítas –incluyendo a cientos de médicos y enfermeras de toda Manama, todavía con sus guardapolvos blancos– que exigían la renuncia del ministro de Salud bahreiní, Faisal Mohamed al Homor, por no permitir que las ambulancias buscaran a los muertos y heridos del ataque de la policía el jueves a la mañana sobre los manifestantes de la Plaza Pearl.
Pero su furia se volvió casi histeria ayer, cuando trajeron a los primeros heridos. Hasta cien médicos se aglomeraban en las salas de emergencias, gritando y maldiciendo al rey y al gobierno mientras los paramédicos luchaban por empujar las camillas cargadas con las últimas víctimas a través de la multitud que gritaba. Un hombre tenía un grueso paquete de vendas en el pecho, pero la sangre ya estaba manchando su torso, goteando de la camilla. “Tiene balas de plomo en su pecho y ahora hay aire y sangre en sus pulmones”, me dijo la enfermera a su lado. “Creo que lo perdemos.” Así llegó al centro médico de Sulmaniya la ira del ejército de Bahrein y, me imagino, la ira de la familia Al Khalifa, incluido el rey.
El personal sentía que ellos también eran víctimas. Y tenía razón. Cinco ambulancias enviadas a la calle –las víctimas de ayer recibieron los disparos frente a una estación de bomberos cerca de la Plaza Pearl– fueron detenidas por el ejército. Momentos más tarde, el hospital descubrió que todos sus celulares estaban sin red. Dentro del hospital había un médico, Sadeq al Aberi, malherido por la policía cuando fue a ayudar a los heridos en la mañana del jueves.
Los rumores corrían como reguero de pólvora en Bahrein y el personal médico insistía en que hasta 60 cadáveres habían sido sacados de la Plaza Pearl el jueves a la mañana y que la multitud vio a la policía cargar cuerpos en tres camiones refrigerados. Un hombre me mostró una foto en su celular en la que se podían ver claramente los tres camiones estacionados detrás de varios vehículos blindados del ejército. Según otros manifestantes, los vehículos, que tenían patentes de Arabia Saudita, fueron vistos más tarde en la carretera a Arabia Saudita. Es fácil descartar esas historias macabras, pero encontré a un hombre –otro enfermero en el hospital que trabaja para las Naciones Unidas– que me dijo que un colega estadounidense, que dijo llamarse “Jarrod”, había filmado los cuerpos cuando los cargaban en los camiones, pero luego fue arrestado por la policía y no se lo ha visto desde entonces.
¿Por que la familia real de Bahrein permitió que sus soldados abrieran fuego contra manifestantes pacíficos? Atacar a civiles con armas de fuego a menos de 24 horas de las muertes anteriores parece un acto de locura. Pero la pesada mano de Arabia Saudita puede no estar muy lejos. Los sauditas temen que las manifestaciones en Manama y en las ciudades de Bahrein enciendan fuegos igualmente provocadores en el este de su reino, donde una sustancial minoría chiíta vive alrededor de Dhahran y otras ciudades cerca de la frontera kuwaití. Su deseo de ver a los chiítas de Bahrein aplastados tan rápidamente como sea posible quedó en claro este jueves, en la cumbre del Golfo con todos los sheiks y príncipes de acuerdo en que no debería haber una revolución estilo egipcio en un reino que tiene una mayoría chiíta de quizás un 70 por ciento y una pequeña minoría sunnita que incluye a la familia real.
Sin embargo, la revolución de Egipto está en boca de todos en Bahrein. Fuera del hospital, estaban gritando: “El pueblo quiere derrocar al ministro”, una ligera variación del cántico de los egipcios que se liberaron de Mubarak, “El pueblo quiere derrocar al gobierno”. Y muchos entre la multitud dijeron –como dijeron los egipcios– que habían perdido el temor a las autoridades, a la policía y al ejército.
La policía y los soldados por quienes ahora expresan tal disgusto eran ayer demasiado evidentes en las calles de Manama, mirando con resentimiento desde los vehículos blindados azul noche o subidos a tanques hechos en Estados Unidos. Parecía no haber armas británicas a la vista –aunque éstos son los primeros días y había blindados hechos en Rusia al lado de los tanques M-60–. En el pasado, las pequeñas revueltas chiítas eran cruelmente aplastadas en Bahrein con la ayuda de un torturador jordano y un alto factótum de inteligencia, un ex oficial de la División Especial Británica.
Es mucho lo que está en juego aquí. Esta es la primera insurrección seria en los ricos estados del Golfo, más peligrosa para los sauditas que los islamistas que tomaron el centro de La Meca hace más de 30 años, y la familia de Al Khalifa se da cuenta ahora de qué peligrosos serán los próximos días para ellos. Una fuente que siempre resultó ser confiable durante muchos años me dijo que el miércoles por la noche un miembro de la familia Al Khalifa –que se decía que era el príncipe heredero– mantuvo una serie de conversaciones telefónicas con un prominente clérigo chiíta, el líder del partido Wifaq, Ali Salman, que estaba acampando en la Plaza Pearl. El príncipe aparentemente ofreció una serie de reformas y cambios en el gobierno que él pensó que el clérigo había aprobado. Pero los manifestantes se quedaron en la plaza. Exigían la disolución del Parlamento. Luego vino la policía.
En las primeras horas de la tarde, alrededor de 3000 personas se concentraron en apoyo de los Al Khalifa, y hubo muchas banderas nacionales ondeando desde las ventanillas de los automóviles. Esto puede ser la tapa de la prensa bahreiní hoy, pero no terminará con el levantamiento chiíta. Y el caos de anoche en el hospital más grande de Manama –la sangre cayendo de los heridos, los gritos pidiendo ayuda de aquellos en las camillas, los médicos que nunca había visto tantas heridas de bala, uno de ellos simplemente sacudió su cabeza incrédulamente cuando una mujer tuvo un ataque al lado de un hombre que estaba empapado en sangre– solamente amargó más a los chiítas de esta nación.
Un médico que dijo llamarse Hussein me detuvo cuando salía de la sala de emergencia porque me quería explicar su enojo. “Los israelíes les hacen este tipo de cosas a los palestinos, pero aquí son árabes disparándoles a árabes”, aulló por encima del griterío. “Esto es el gobierno bahreiní haciéndole esto a su propio pueblo. Estuve en Egipto hace dos semanas, trabajando en el hospital Qasr el Aini, pero las cosas aquí están mucho más jodidas.”
* De The Independent de Gran Bretaña. Especial para Páginal12.
Traducción: Celita Doyhambéhère.
Página/12 :: El mundo :: Imágenes de una masacre en el reino de Bahrein
06/02/2011
O outono do patriarca
El otoño del patriarca
Por Robert Fisk *
Desde El Cairo, para o PAGINA12
El viejo se va. Pero la renuncia de anoche al liderazgo del gobernante Partido Nacional Democrático (PND), que incluyó al hijo de Hosni Mubarak, Gamal, no aplacará a los que quieren la salida del presidente egipcio. Pero obtendrán su sangre. El edificio de poder que representaba en PND ahora es sólo una cáscara, un poster de propaganda sin nada detrás.
La visión del nuevo y delirante primer ministro de Mubarak, Ahmed Shafiq, diciéndoles ayer a los egipcios que las cosas estaban “volviendo a la normalidad” fue suficiente para demostrarles a los manifestantes que el régimen estaba hecho de cartón. Hace doce días que los manifestantes vienen demandando masivamente que se vaya al exilio el hombre que gobernó el país por 30 años. Cuando la cabeza del comando central del ejército se reunió personalmente con las decenas de miles de manifestantes pro democracia para pedirles que se fueran a sus casas, simplemente se le rieron. En su novela El otoño del patriarca, Gabriel García Márquez describe la conducta de un dictador bajo amenaza y su psicología de negación total. En sus días de gloria, el autócrata cree que es un héroe nacional. Frente a la rebelión, culpa a “manos internacionales” y a las “agendas ocultas” por esta inexplicable revuelta en contra de su gobierno benevolente pero absoluto. Esos que fomentan la insurrección son “usados y manipulados” por los poderes extranjeros que odian el país. Entonces –y acá uso un resumen de García Márquez hecho por el gran autor egipcio Alaa Al Aswany– “el dictador trata de probar las capacidades de la maquinaria, haciendo todo menos lo que debería hacer. Se vuelve peligroso. Después de eso, accede a hacer todo lo que quieren que haga. Más tarde, se va”.
Hosni Mubarak parece estar en la cúspide del cuarto escalón, la salida final. Por 30 años fue el “héroe nacional”: participó en la guerra de 1973, fue jefe de la fuerza aérea egipcia, sucesor natural de Gamal Abdel Nassar así como de Anwar Sadat. Después, confrontado con la creciente furia de su propia gente por su poder dictatorial, su policía estatal, sus torturadores y la corrupción de su régimen, culpó a la oscura sombra de los enemigos ficticios de su país (Al Qaida, los Hermanos Musulmanes, Al Jazeera, CNN, los Estados Unidos). Debemos recién haber pasado la fase peligrosa.
La policía de seguridad de Mubarak arrestó el jueves a 22 abogados por asistir a otros abogados de derechos humanos que estaban investigando el arresto y el encarcelamiento de más de 600 manifestantes egipcios. Los salvajes policías antimotín que fueron piadosamente removidos hace nueve días de las calles cairotas y las bandas podridas por las drogas que ellos subvencionan son parte de lo que queda de las armas, heridas y peligrosas, del dictador. Esos matones –que trabajan bajo las órdenes directas del Ministerio del Interior– son los mismos que dispararon el viernes a la mañana en la plaza Tahrir, matando a tres hombres e hiriendo a otros 40. La lamentable entrevista de la semana pasada con Christiane Amanpour, en la que dijo que no quería ser presidente pero que se tomaría otros siete meses para salvar a Egipto del “caos”, fue la primera pista de que estaba por llegar el escalón cuatro.
Al-Aswany se dedicó a “romantizar” la revolución, si eso es lo que es en realidad. Cayó en el hábito de las mañanas literarias antes de unirse a los insurrectos y la semana pasada sugirió que la revolución vuelve al hombre más honorable, así como enamorarse vuelve a cualquier persona más digna. Le dije que un montón de gente enamorada invierte un excesivo tiempo eliminando a sus rivales y que yo no podía pensar en ninguna revolución que haya producido eso. Pero su respuesta, en la que decía que Egipto había sido una sociedad liberal desde los días de Mohamed Ali Pasha y que fue el primer país árabe (en el siglo XIX) que tuvo partidos políticos, aportó convicción.
Si Mubarak se va hoy u otro día de esta semana, los egipcios debatirán por qué les llevó tanto deshacerse de este dictador de pacotilla. El problema es que bajo estas autocracias –la de Nasser, Sadat, Mubarak y la de cualquiera al que Estados Unidos bendiga–, los egipcios se saltaron dos generaciones de madurez. La primera tarea esencial de un dictador es “infantilizar” a su gente, transformarlos en niños de seis años, obedientes a un jefe patriarcal. Les darán periódicos falsos, elecciones falsas, ministros falsos. Si desobedecen, los golpearán en las estaciones de policía o los encarcelarán en el complejo carcelario Tora. Si son persistentemente violentos, los colgarán.
Sólo cuando el poder de la juventud y de la tecnología fuerce a su dócil población a crecer y a organizar su inevitable revolución, se les hará evidente a esta gente infantilizada que el gobierno también estaba conformado por niños, el mayor de ellos de 83 años. Todavía, a través de un cadavérico proceso de ósmosis política, el dictador también tuvo por 30 años infantilizados a sus supuestos aliados maduros de Occidente. Ellos compraron la idea de que Mubarak por sí solo sostenía la pared de hierro que contenía la marea que se filtraba en Egipto y en el mundo árabe. Los Hermanos Musulmanes –con raíces históricas genuinas en Egipto y con derecho a entrar en el Parlamento a través de una elección justa– parecen el cuco que pronuncian los conductores, a pesar de que no tienen ni la más mínima de lo que es o lo que era.
Pero la infantilización fue más lejos. Lord Blair de Isfahan apareció en la CNN la otra noche y se mostró furioso cuando le preguntaron si compararía a Mubarak con Saddam Hussein. Absolutamente no, respondió. Sa-ddam había empobrecido a un país que alguna vez había tenido un estándar de vida más alto que el de la propia Bélgica, mientras que Mubarak había incrementado el Producto Bruto Interno (PBI) en un 50 por ciento en diez años. Lo que Blair debería haber dicho es que Saddam asesinó a decenas de miles de su propia gente mientras que Mubarak ha asesinado/ colgado/ torturado sólo a unos miles. Pero la camisa de Blair está ahora tan ensangrentada casi como la de Saddam. Entonces, ahora los dictadores deben ser juzgados sólo por sus registros económicos.
Obama fue un paso más allá. Anteayer nos dijo que Mubarak era “un hombre orgulloso pero un gran patriota”. Fue extraordinario. Para hacer tal declaración, fue necesario creer que el dictador no conocía la evidencia masiva de la fiereza de la policía de seguridad egipcia durante 30 años ni se enteró de la tortura y la brutal represión a los manifestantes durante los últimos trece días. Mubarak, en su inocencia senil, podría no haberse enterado de la corrupción o de los “excesos” –una palabra que está volviendo a ponerse de moda en El Cairo–, pero no podría estar ajeno a la violación sistemática de los derechos humanos, de la falsedad de cada elección. Este es un viejo cuento ruso. El zar es la gran figura del padre, el líder perfecto y venerado. Es lógico que no se entere de lo que sus subordinados están haciendo. No se da cuenta de lo mal que los siervos son tratados. Si alguno le dijera la verdad, él terminaría con la injusticia. Los sirvientes del zar, por supuesto, son cómplices de esto.
Pero Mubarak no ignoraba la injusticia de su régimen. Sobrevivió a través de la represión, de las amenazas y de las falsas elecciones. Siempre lo hizo. Como Sadat. Como Nasser, que según el testimonio de una de sus víctimas que era amigo mío, les permitía a sus torturadores colgar a los prisioneros sobre piletones de heces hirvientes y remojarlos en ellos. A lo largo de 30 años, los sucesivos embajadores estadounidenses le informaron a Mubarak de los tormentos que fueron perpetrados en su nombre. Ocasionalmente, Mubarak les expresó sorpresa y una vez prometió terminar con las arbitrariedades policiales. Pero eso nunca pasó. El zar aprobaba completamente lo que su policía secreta estaba haciendo.
Los manifestantes en El Cairo, Alejandría, Port Said están entrando por supuesto en un período de gran temor. Su “Día de la Partida” del viernes –predicado bajo la idea de que si realmente creían que Mubarak se iría la semana pasada, él lo haría siguiendo de alguna manera el testamento de la gente– resultó ser el “Día de la Desilusión”.
Ahora están construyendo un comité de economistas, intelectuales y políticos “honestos” que negocien con el vicepresidente Omar Suleimán, sin darse cuenta aparentemente de que Suleimán es el próximo general que será aprobado por los estadounidenses, que Suleimán es un hombre despiadado que no le temblará la mano para usar la misma policía de seguridad de Mubarak, a la que se le confió la eliminación de los enemigos del Estado que estaban en la plaza Tahrir.
A la traición siempre le sigue una revolución exitosa. Y esto podría suceder. El oscuro cinismo del régimen se mantiene. Muchos manifestantes pro democracia se percataron de un fenómeno extraño. En los meses previos al estallido de la protesta del 25 de enero, hubo una serie de ataques a las Iglesias Coptas de todo Egipto. El Papa reclamó la protección de los cristianos egipcios, que son un 10 por ciento de la población. Occidente se horrorizó. Mubarak descargó la culpa en las familiares “manos foráneas”. Pero después del 25 de enero, no se tocó ni un solo pelo de una cabeza copta. ¿Por qué? Porque los responsables tenían otras violentas misiones que cumplir.
Cuando Mubarak se vaya, se revelarán terribles verdades. Como dicen, el mundo espera. Pero nadie espera más atentamente, más valientemente, más temerosamente que las mujeres y los hombres jóvenes que pueblan la plaza Tahrir. Si de verdad están al borde de la victoria, estarán a salvo. Si no lo están, ahí volverán a escucharse los golpes de medianoche en muchas puertas.
* De The Independent de Gran Bretaña. Especial para Página/12.