Los primeros sueños húmedos de una mujer
Por: Anne Cé| 21 de enero de 2013
¿Cuándo empezamos a tener fantasías eróticas? ¿A los 13 años, a los 15? ¿Ocurren en la misma etapa de la vida los sueños que nos mojan que los roces inofensivos de la vida real con algún compañerito?
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Ilustración de Takashi Murakami, vía streething.comCreo que nadie escribe cosas tan secretas y subidas de tono en su diario de infancia en tránsito a la pubertad, así es que será muy difícil que recordemos a ciencia cierta cuándo nos invadió aquello que era pecamiso, propio de un mundo adulto absolutamente desconocido, y que, sin embargo, nos asaltaba en la cama, antes de dormir, con la potencia de los instintos… o en sus formas oníricas más osadas.
Yo creo que andaría por los 15 cuando quedé marcada por un sueño erótico con Rod Stewart. ¡Con Rod Stewart! Él tendría la edad de mis padres, pero ya sabemos cuánto nos ponen los rockeros. Supongo que el día que precedió a esa noche tan gozosa habría estado yo sometida a una sobredosis de Da you think i’m sexy, con esas coreografías tan explícitas y las boquitas insinuantes entre destellos de mallas ajustadas y rubios pelos al cielo. Y mírenlo ahora al viejo Rod: un lord inglés tan bien peinado en alguna peluquería de señoras de Chelsea y, con todo, eternametne sexy.
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Rod Stewart nos preguntaba si creíamos que era sexy, a finales de los setenta o principios de los ochenta, y de vez en cuando, todavía lo hace… alguna vez nos derretimos.Imágenes borrosas de burdeles (quizá provenientes de alguna película), sensaciones de placer asociadas con miedo y grandes esfuerzos de imaginación para tratar de desentrañar la vida íntima de nuestros mayores (por entonces muy alejados de cualquier idea de sexualidad) constituían aquella masa rara de fantasías que tapizaba nuestro túnel a la adultez. Y es que, cuando éramos chicos/as, no había sexo en el ambiente, ni siquiera se intuía el roce entre los padres, al menos en mi vida de niña de colegio católico y mojigatería generalizada. Entonces cualquier pensamiento romántico que incluyera caricias se asociaba al pecado.
Acrílico de Alba del Campo que integra la muestra ‘Baile de sombras’, hasta el 27 de enero en Café Estay, Hermosilla 46 (Madrid).
Recuerdo que en aquellas tardes previas a las noches en que me entregué al glamoroso mundo del pop británico (en brazos de Rod), jugábamos a las escondidas en la calle con los amiguitos del barrio. Y así, saltimbanqueando de jardín en jardín, yo hacía fuerza con la mente para que mis piernas se dirigieran, instintivamente, en la misma dirección que correría el chico que me gustaba: mientras alguien contaba hasta 20, yo imaginaba la escena en que juntos esperábamos detrás del mismo seto (a que nos descubrieran o a que él me descubriera y me besara con fervor). Y eso sería a los 12 o 13 años y, por supuesto, aunque alguna vez estuvimos juntos en cuclillas detrás del mismo arbusto, lo del beso nunca sucedió (y jamás supe ni sabré si yo le gustaba a él).
Escena del cementerio y la inocente manzana compartida de la mítica ‘Melody’, dirigida por Waris Hussein y escrita por Alan Parker, con música de los Bee Gees.
Ese fin de la infancia, lo que llamamos la preadolescencia, es puro deseo. Un deseo que nos sorprende y que es, circunstancialmente, insaciable. Las chicas no lo sabíamos entonces, pero ahora sabemos que ninguna de esas fantasías llevaba a ningún sitio concreto y sí mantenía a punto de ebullición nuestro incipiente juego hormonal. Recuerdo haber pasado al menos un año lectivo entero imaginando la de cosas que haríamos con el chico al que veía cada verano en el pueblito al que iba de vacaciones, y luego llegaba el momento en que él pasaba por la puerta de la casa de mi tía y se me ahogaba el "hola", porque ni siquiera llegábamos a saludarnos, y así se pasaban de nuevo todas esas esperadas semanas.
He dicho "la de cosas", pero nuestros primeros romances imaginarios quizá consistieran apenas en construir, detalle a detalle, imágenes idílicas de los dos correteando por el campo, abrazándonos y bañándonos juntos en el estanque, riendo a carcajadas tomados de la mano, yendo a comprar discos, bailando los ‘lentos’ abrazados en serio (y no como nos indicaba mamá: "poniendo los codos para alejarlos y sin frotarse tanto") o en dibujar en nuestra cabecita una mirada que correspondiera a nuestra cara de boba enamorada…
Entretanto, y quizá después de llegar tan lejos como para mandar alguna cartita en papelito arrugado (un equivalente a un mensaje de Tuenti o un whattsapp actual), algunas de nuestras noches a solas sí que transcurrían entre fantasías más rudas, y quizá con otras contrafiguras, menos dulcificadas. Todo se mezclaba: el chico al que le queríamos dar la mano entre las dunas, en aquel campamento de verano, y el vecino algo mayor que nos provocaba curiosidades más hot.
Takashi Murakami, imagen de la muestra que el artista japonés montó hace un tiempo en la Gagosian Gallery de Londres.
Si de algo sirve la marmórea institución educativa (al menos, a los que tuvieron la suerte de ir a colegios mixtos y no como yo, a uno de monjas y solo mujeres) es, seguramente, para dar unos primeros pasos en la educación sentimental. Intuyo que, para una chica, esa posibilidad cotidiana de relacionarse con varones resulta insustituible a esas edades: se aprende a hacer compinches y se cultivan las leyes de la seducción.Yo soñaba con tener compañeritos en el aula o en el patio del recreo cuando veía películas como Melody. ¡Quién pudiera padecer y disfrutar de esa tensión sexual durante las aburridas mañanas de instituto!
Como sea, los romances preadolescentes en la vida y en el cine casi siempre terminan en una descomunal frustración porque, ¿adónde van dos niños de 12 o 13 años que anhelan casarse, por ponerle un nombre a ese inclasificable primer amor? Algo de esto le sucede a Juan/Ernesto, el tierno protagonista de Infancia clandestina, una película imperdible sobre infancias que terminan abruptamente y no por culpa del romance, precisamente.
Tráiler de ‘Infancia clandestina’, película argentino-española de Benjamín Ávila, con Ernesto Alterio y Natalia Oreiro, finalista a los Premios Goya.
Creo que estas fantasías del amor cariñoso que nos da serenidad y las otras, las de los sueños húmedos de la pasión irrefrenable, se mantienen -con más o menos condimentos de la experiencia- a lo largo de toda la existencia. Incluso, algunas mujeres creemos que, de adultas, ya no nos haremos los ratones con estrellas rutilantes y, sin embargo, un día, al bajar distraídas de un tren, nos encontramos con la mirada angulosa de Hugh Jackman o la pícara y penetrante sonrisa de Daniel Day-Lewis, inmensamente sexies desde la marquesina del andén, y nos da un latigazo fuerte, bien dentro, que nos deja sin aliento. Y tan racionales que nos creemos…
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