Por: Ramón Lobo | 09 de junio de 2012
La derrota en Afganistán se mide en cada muerto, civil o soldado, y en cada vivo. Se prometió un mundo mejor y enviamos toneladas de armas y muerte donde había extenuación de armas y muerte. La guerra que Occidente llamó de liberación no ha liberado a la población civil; la mayoría quedó olvidada en su vida cotidiana. Las mujeres que se levantaron el burka, las niñas que compartieron la ilusión, aquellos que creyeron en un mundo mejor serán los grandes derrotados tras la retirada.
En esta escuela-tienda de campaña de Kabul se aprende un futuro inexistente. Son alumnas de primaria en lucha contra una tradición que las condena al trabajo forzoso en las casas, que dicta resignación y obediencia en un matrimonio impuesto, una cárcel. Los talibanes rechazan la educación, envenenan los pupitres, el agua. La maestra está en pie, con las piernas abiertas y los brazos cruzados. Es una actitud de defensa; ella es la heroína, la diana de los fanáticos.
En 1981, en un tribunal internacional creado en Estocolmo para escuchar a los muyaidín que luchaban contra la URSS, habló un jefe religioso de aquellos que se llamó ‘freedom fighters’, luchadores por la libertad, que incluían el germen de los talibanes y contaban en sus filas con Bin Laden.
Aquel hombre religioso acusó a los soviéticos del peor de los pecados: "Los comunistas han deshonrado a nuestras hijas. ¡Les han enseñado a leer y escribir!". Lo cuenta Eduardo Galeano en la página dedicada al 3 de mayo en su último libro, Los hijos de los días.
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